lunes, 30 de junio de 2008

EL CAMINO



Mi alma apenas busca el camino dictado;
el que empezó en el primer grito de libertad
y culminará en el último suspiro condenado.
Es mi senda, plagada de anhelos,
hierba verde,
olas,
y tierra seca (polvorienta)
Llena de susurros,
de poemas dibujados
entre las sombras,
sobre el eco difuso
que trae la vida hasta mi rincón,
donde la luz tiene
el tacto del terciopelo.
Y hago frente al mundo
desde la soledad
que tiene la piel por frontera.
Tan solo a veces (demasiadas)
un aliento de cristales me perfora
y sucumbo a la marea desbordada…
Entonces
Vivo, Y muerdo,
Y escribo, (Y muero)



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EL LEGADO

Ya desde pequeña, a María se la veía como una persona muy especial. Pasó los primeros ocho años de su vida sin pronunciar una sola palabra por lo que, antes de empezar a hablar, desarrolló una increíble capacidad de observación, que la dotaba de una perspicacia inusitada para entrever las verdaderas intenciones de cualquiera, tan sólo fijándose en su lenguaje gestual. El día que empezaron a brotar sus primeras palabras, fue el mismo en que su mano comenzó a garabatear torpemente algunas letras sobre un cuaderno. De esta forma, al desarrollar el lenguaje escrito al mismo tiempo que el oral y con la misma rapidez y naturalidad que este , pronto destacó también por su facilidad para escribir. Llenaba cuadernos con sus ideas e impresiones con la misma soltura con la que cualquiera puede mantener una conversación insustancial entre amigos, y su facultad de observar la vida hasta el más ínfimo detalle, la dotó de una gran capacidad poética, cayendo pronto rendida bajo los influjos de la rima. Sus versos desgranaban el entorno de su corta vida de una forma magistral, llenándolos de imágenes sobrecogedoras que bien pudieran desarmar al alma más blindada. Su mano se agitaba nerviosa apenas el lápiz rozaba las blancas páginas para dibujar sus sueños con las mil caras de un poema. Así transcurrieron su primeros años, los pocos que hubo felices en su vida.
Su padre, un hombre cuyo semblante parecía haber sido disecado en un perpetuo gesto severo y oscuro, y cuyas ideas olían tan rancias como la pequeña abacería que regentaba, pronto comenzó a recelar de aquella hija suya que parecía adivinar los pensamientos y que escribía como si la vida le fuera en ello. Aquello era impropio de una mujer; había que atajarlo de inmediato. Prohibió a su hija escribir y opinar sobre cualquier cosa medianamente trascendente y le impuso una infinidad de tareas adecuadas para su condición femenina, que no le dejaron tiempo más que para comer y dormir algunas horas. Aun así, María sacrificó mucho de su escaso tiempo libre para escribir a escondidas, ocultando sus poemas entre las hojas de una vieja enciclopedia que se ajaba por el desuso en un estante del desván.
Apenas cumplió los veinte años, se casó por imposición paterna con un joven campesino, heredero de un pequeño terruño y cuya conversación se reducía a unos cuantos monosílabos tan escasos como sus ideas. Era un hombre brusco, entregado por completo a las labores del campo y cuya vida se regía por instintos básicos: comer, dormir, trabajar y practicar sexo cuando necesitaba desahogo. De esta forma, pronto vinieron los hijos. Uno tras otro, llegaron hasta siete. Su vida, dedicada ya por completo a criar a su prole y atender a su marido, le dejó poco tiempo para soñar. La vieja enciclopedia, de la que su padre no dudó en desprenderse, veía pasar la vida de María desde el estante del salón siendo utilizada como escondite de sus letras tan sólo en las contadas ocasiones en que la angustia desbordada le traía algún verso, siempre cargado de añoranzas, tristezas y nubes grises.
El tiempo devoró implacable una estación tras otra hasta hacer de ella tan sólo una pequeña sombra de pelo blanco encorvada en una vieja mecedora. Como al principio de su vida, el silencio selló su boca y en sus últimos años se dedicó nuevamente a observar la vida con la serenidad de quien comprende ya la esencia misma de las cosas.
Un triste día de otoño, su hija menor, Ana, que ya contaba veinticinco años, lloró la muerte de aquella mujer menuda, callada, sumisa y enigmática que le había dado la vida. El resto de sus hijos estaban demasiado lejos y ocupados para asistir al funeral de la anciana. Su hija se quedó los viejos libros que habían pertenecido a María y los colocó en su casa, ya que no se atrevió a tirar aquellos objetos que fueron testigos mudos de sus vidas durante tantos años.
Un día, la curiosidad la hizo abrir uno de aquellos volúmenes para hojearlo; lo que encontró la dejó boquiabierta: Entre todas y cada una de las hojas del libro, se escondía una cuartilla amarillenta con un poema y la firma de María. Así fue como descubrió a esa persona de infinita vida interior y de talento magistral para la poesía, que había sido eclipsada por aquellos que no supieron apreciarla. Aquel día sus lágrimas fueron aun más amargas.
Unas semanas después, Ana sintió, sin saber muy bien por qué, un deseo irrefrenable de escribir. Se sentó con lápiz y papel en mano y las palabras comenzaron a brotar; al principio con lentitud, pero luego su pulso se fue acelerando y sus sentimientos comenzaron a fluir con cadencia musical en forma de versos. Entonces fue cuando descubrió el verdadero legado de su madre; el talento para la poesía.
Su marido, Carlos, pronto se percató de que algo estaba cambiando en Ana. Durante la sobremesa, ella solía bordar paños junto a la ventana mientras su marido se perdía entre las páginas del periódico. Carlos reparó en que su mujer se encontraba sentada junto al escritorio con la mirada perdida entre sus letras manuscritas.
-¿Ya te cansaste del bordado?
-Si, bueno, es que estoy escribiendo poesía.
-¿Poesía? ¿Tú? ¡Qué tontería!, con la de cosas productivas que podrías hacer.
No fue sólo lo que dijo, ni tan siquiera el tono en que lo hizo. De alguna forma, quizá por la postura de su cuerpo, el movimiento de sus manos al hablar, o la forma de echar la cabeza hacia delante. Ana, sin poder precisar bien cómo, sitió el peso de las palabras de su marido y tuvo la certeza de toda la oscuridad que se escondía tras ellas.
Al día siguiente, Carlos encontró la casa vacía y, en la cocina, prendida con un imán sobre la nevera, una hoja de papel amarillenta con un poema firmado por María que hablaba sobre la verdadera libertad.




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Publicado en S.O.S. cultura nº3 (Julio 2008)

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